martes, 5 de octubre de 2021

Los dioses (Una tipología) (XIV)

DGD: Postales, 2021.

 

 

Vuelve a tus dioses profundos; / están intactos, / están al fondo con sus llamas esperando; / ningún soplo del tiempo los apaga... / están cruzando mudos con sus ojos de peces / al fondo de tu sangre.

Eugenio Montejo: Terredad (1978)

 

 

La rabia demoníaca

 

En el poema medieval Beowulf, el héroe gauta o godo protagónico, para llegar a la guarida de su enemigo, se sumerge en aguas tan profundas que llegar al fondo le lleva más de un día de inmersión vertical ininterrumpida. Estas aguas no sólo son densas y oscuras sino que se agitan con la sangre en ellas vertida, metáfora de la terrible cólera de los monstruos destrozados por Beowulf en esas honduras. Uno de los “motivos” de este poema es el del héroe que, henchido de odio, siente una completa repulsión por la naturaleza de su enemigo.

          Imposible no recordar aquí la metamorfosis del héroe irlandés Cúchulainn, del Ciclo del Úlster (siglos II-V), máximo ejemplo de la función de la ira en los héroes míticos. Cuando el semidiós Cúchulainn ve que las tropas de Emain Macha, capital del Úlster, han atacado y asesinado al ejército de Connacht, experimenta una ríastrad o ataque de ira demoníaca:

 

Se apoderó de Cúchulainn un espasmo que hizo que su cuerpo se combara, pareciendo un ser monstruoso, horrible e informe sin igual. Sus piernas y articulaciones, todos sus nudillos y órganos, de la cabeza a los pies, se agitaban como un árbol en plena inundación o un junco a merced de la corriente. Su cuerpo se revolvió violentamente dentro de su propia piel de tal forma que sus pies y espinillas dieron vuelta hacia atrás, y los talones y las pantorrillas hacia adelante. En su cabeza los nervios se alargaron hasta la nuca, cada uno de ellos como un poderoso, inmenso y desmedido pomo, del tamaño de la cabeza de un niño con un mes de vida. Uno de sus ojos se hundía hasta tal punto en su cráneo que una grulla salvaje lo perdería de vista a la altura de la mejilla de tan hundido en las profundidades del cráneo que se hallaba, y el otro ojo le colgaba a la altura de la mejilla. Su boca retorcida de forma extraña y las mejillas estiradas hacia atrás dejaban la mandíbula descarnada hasta dejar a la vista sus entrañas, sus pulmones y su hígado ondeaban en su boca y en su garganta, su mandíbula inferior dio un golpe a la superior como para matar a un león, y escupía por la boca grandes cantidades de saliva que parecían copos centelleantes de lana de cabra, procedentes de la garganta. El cabello de su cabeza se retorcía como las ramas de un espino, atascado en un hoyo; si los frutos de un manzano cayeran encima de él, apenas llegaría al suelo manzana alguna, y, de la rabia, quedarían clavadas en las cerdas de su cabello tieso, sobre el cuero cabelludo.[1]

 

          La transformación física de Cúchulainn no es sino el punto extremo de una pasión que se posesiona por igual de dioses, semidioses y hombres, y es acaso lo único que los identifica.

          Para subrayar el carácter belicoso e iracundo del rey Omar al-Nemán, en Las Mil y Una Noches (44) se dice que “Tan ardiente era, que el fuego abrasador no lo quemaba”, y se le describe de este modo: “Nadie lo podía igualar en las luchas, ni en el campo de carreras. Si enfurecía, las ventanillas de su nariz despedían llamas centelleantes”. Aparece entonces este comentario: “Con ayuda de Alah había sometido a todas las criaturas y había llevado sus ejércitos victoriosos hasta las tierras más apartadas. Estaban bajo su soberanía el Oriente y el Occidente”. La furia es, pues, un atributo divino otorgado a ciertos elegidos de los númenes para influir en la política humana. En Dante los iracundos son sumergidos en la laguna de la melancolía: la ira es castigada por tratarse de una energía a ciegas.

 

 

Los hados y el oráculo

 

La ignorancia de las causas los obliga a poner sus negocios bajo el mando de los dioses y ceder a ellos la soberanía, porque de ninguna manera aciertan a ver las causas de tales acciones y piensan que suceden por gracia divina.

Lucrecio: De Rerum Natura, VI, 53-56

Los dioses actúan entrando y saliendo unos de otros, y del mismo modo actúan en nosotros.

C.S: Lewis: Mientras no tengamos rostro

 

Si se analizan las diversas fuentes, al parecer existirían dos tipos de oráculo: absoluto y condicional. Ruiz de Elvira observa: “En la mitología, los oráculos son considerados como absolutamente infalibles; la posibilidad de eludir su cumplimiento es racional sólo cuando se trata de oráculos condicionales [...]; cuando se trata de oráculos absolutos no hay posibilidad alguna de eludir su cumplimiento”.[2] Así, el oráculo dado a Acrisio (Higino: Fábulas LXIII 1) le vaticina que su hija Dánae tendrá un hijo que a su vez matará a su abuelo (condición absoluta: “esto pasará”). En cambio, el vaticinio otorgado a Layo (Sófocles: Edipo Rey; Séneca: Edipo) consistía en que, en el caso de tener un hijo, éste lo mataría (situación condicional: “si pasa esto”). Lo curioso es que si bien esa diferencia existe, no parece sino una estratagema retórica de los hados: los personajes que tratan de evitar la situación condicional no hacen sino precipitar aquello de lo que querían huir. El oráculo parece siempre absoluto (la posibilidad de eludirlo existe sólo “en teoría”) y si quisiera imaginarse una alternativa, tendría que enunciarse de este modo: “esto pasará cuando trates de evitar que suceda”.

 

*

 

Notas

[1] Extracto traducido al español por Bárbara M. Servert, de la obra de Thomas Kinsella (traductor del irlandés al inglés) The Táin, Oxford University Press, 1969.

[2] Antonio Ruiz de Elvira: Mitología clásica, Gredos, Madrid, 1975.

 

 

[Leer Los dioses (Una tipología) (XV).]

 

 

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