martes, 26 de marzo de 2024

Rosa Chacel: poesía oculta

 

DGD: Postales, 2024.

 

r e t r a t o s   (e n)   (c o n)   p o s t a l e s

Rosa Chacel: poesía oculta

D.G.D.

 

Resulta significativo que hubiera más de cuarenta años entre el primer poemario de Rosa Chacel (A la orilla de un pozo, 1936) y el segundo (Versos prohibidos, 1978). Una forma de describir este fenómeno sería aducir que la poesía se detuvo para Chacel durante ese lapso, consagrado por ella a la narrativa. Sin embargo, el argumento de una “suspensión” no funciona si se observa que entre esos años la poesía brotó imparable, “oculta” en sus novelas y cuentos: Teresa (1941), Memorias de Leticia Valle (1945), Sobre el piélago (1952), La sinrazón (1960), Ofrenda a una virgen loca (1961), Icada, Nevda, Diada (1971), y sobre todo en la novela Barrio de Maravillas (1976). Acaso lo único que quedó suspendido fue una poesía categorizada, definida por sus exigencias genéricas y su posición en el medio cultural. Esto concuerda con los poetas que han insistido en que la poesía no es un género literario sino una forma de mirar, y que si una pintura, una obra de teatro o una música entusiasman y arrebatan al espectador es porque tocan una esencia develada por la propia etimología: poeisis, creación.

   No se trata precisamente de lo que se conoce como prosa poética; en vía metafórica —y no literal— podría establecerse una correspondencia entre esa experiencia de Rosa Chacel y la de otra escritora, Teresa de Lisieux, que muy joven ingresa en un convento con el propósito de ocultarse de un mundo materialista que la desconcierta e indigna. Según sus biógrafos, Teresa deseaba fervientemente convertirse en santa, pero después de seis años de vida conventual reconoció que ese objetivo le era imposible de alcanzar. Es así que llegó a la resolución más opuesta al sistema educativo que la vigilaba sin cesar y que esperaba, como con todos los niños, verla adelantar, evolucionar, progresar: “yo no necesito crecer”, exclama Teresa, “por el contrario, tengo que seguir siendo pequeña, cada vez más y más”.

   No hay mucha distancia entre esta convicción y la certeza de la adolescente Leticia Valle, personaje de Rosa Chacel: “No iré por ese camino que me marcan, no seguiré a ese paso; iré en otro sentido, hacia arriba o hacia abajo, me escaparé por donde pueda y no se darán cuenta. Me verán todos los días con los pies quietos en el mismo sitio, pero no estaré aquí: iré hacia atrás; es lo único que puedo hacer. Esto, ¿cómo van ellos a comprenderlo? No haré nada que sobresalga, no me verán mover ni una mano; volveré hacia dentro todas mis fuerzas, echaré a correr hacia atrás hasta perderme. Luego volveré hasta aquí y retrocederé otra vez”.

   Leticia, de catorce años de edad, se desespera ante la forma de ser y pensar de los adultos: “la gente, por lo regular, habla de un modo que al principio no sabe una por dónde guiarse. Tan pronto dan a las cosas más misteriosas una explicación tonta, tan pronto las envuelven, las disfrazan con un misterio odioso”. Por eso se pregunta, horrorizada: “¿Es que podré llegar alguna vez a entender las cosas como los otros? Eso sería el mayor castigo que podría esperarme”.

   Alguna vez se pidió a otra Teresa escritora, santa Teresa de Jesús, redactar un comentario sobre el polémico Cantar de los Cantares; su rotunda sinceridad emprendió este comentario afirmando de entrada no sólo que no entendía las sesudas interpretaciones de la teología instituida sino que celebraba el no entenderlas. Lo mismo dice Teresa Valle cuando se desespera por lo que los adultos perciben, dado que es a otra cosa a lo que ella llama ver, por ejemplo lo que le sucede al contemplar un pasillo: “Al final había una galería de cristales enteramente cubierta por una parra, y desde la calle oscura el pasillo parecía un túnel lleno de luz verde. Cuando yo pasaba por ahí, antes de saber que entraría jamás en aquella casa, ya me parecía aquello la entrada al paraíso. Pasaba siempre despacio para mirarlo, para cambiar con él una mirada, porque me parecía que me miraba como un ojo”.

   Un ser de sensibilidad semejante, el uruguayo Felisberto Hernández, decía algo análogo contemplando un balcón: “Yo estaba del lado de afuera del balcón. Del lado de adentro, estaban abiertas las dos hojas de la ventana y coincidían muy enfrente una de otra. Marisa estaba parada con la espalda casi tocando una de las hojas. Pero quedó poco en esta posición porque la llamaron de adentro. Al poco de salir Marisa, no sentí el vacío de ella en la ventana. Al contrario. Sentí como que las hojas se habían estado mirando frente a frente y que ella había estado de más. Ella había interrumpido ese espacio simétrico, llena de una cosa fija que resultaba de mirarse las dos hojas”.

   Toda modernidad se basa en una trampa: la malicia cultural; el hombre moderno lo ha visto todo, ya nada puede engañarlo y cada vez cede menos su admiración puesto que, escéptico, racional y desencantado, acepta que cualquier alternativa a la creciente negrura de los tiempos es ingenua. El narrador de un texto de Julio Cortázar incluido en La vuelta al día en ochenta mundos (1967) intenta convencerse de que “los placeres de la inteligencia y la sensibilidad deben nacer de un juicio ponderado y sobre todo de una actitud comparativa, basarse como dijo Epicteto en lo que ya se conoce para juzgar lo que se acaba de conocer, pues eso y no otra cosa es la cultura y la sofrosine”, y lo consigue hasta que un espectáculo de mimos checos o una simple mancha en una pared lo instalan de nuevo en ese asombro primigenio al que sus semejantes desprecian porque “si uno incurre en semejantes excesos por una tela de araña llena de rocío, ¿qué va a dejar para la noche en que den King Lear? A mí eso me sorprende un poco, porque en realidad el entusiasmo no es una cosa que se gaste cuando uno es realmente idiota, se gasta cuando uno es inteligente y tiene sentido de los valores y de la historicidad de las cosas”.

   Se trata sin duda del llamado que hace Luis Buñuel en su más personal y resonante declaración de principios: “Toda mi vida me han atosigado con preguntas imbéciles [acerca de mis películas]: ¿Por qué esto? ¿Por qué aquello? La manía de comprender y, por consiguiente, de empequeñecer, de mediocrizar, es una de las desdichas de nuestra naturaleza. Si fuéramos capaces de volver nuestro el azar y aceptar sin desmayo el misterio de nuestra vida, podría hallarse próxima una cierta dicha, bastante semejante a la inocencia” (Mi último suspiro, 1982).

   Sin duda es excesivo establecer una diferencia entre los atisbos que hay en los poemarios de Rosa Chacel y aquellos que se dan en sus novelas, y aún más errado sería estipular que una es poesía y la otra no, cuando lo más probable es que se trate de una diferencia de grado o de enfoque y nada más. Sin embargo, tal vez lo que actúa aquí es aquella polémica que en los siglos XIX y XX llevó a varios poetas (Valéry a la cabeza siguiendo la iniciativa de Poe y Baudelaire) a denunciar una poesía que se había vuelto excesivamente racional, artificiosa, conceptista y casi podría decirse apolínea, en contraposición a una poesía más esencial, intuitiva, dionisíaca, obligada a ocultarse en la medida de su ingenuidad. Uno de estos poetas que exigían volver a una poesía pura, Jorge Guillén, lo especifica de manera tajante cuando toma un poema de Bécquer y lo exprime: “Deshaced este verso, / quitadle los caireles de la rima, / el metro, la cadencia / y hasta la idea misma... / Aventad las palabras... / y si después queda algo todavía, / eso / será la poesía”. El juego de palabras es casi inevitable: poesía culta contra poesía oculta: una poesía que se esconde para dejar de estar escondida.

 


 


 


 


 


 


 

 

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