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DGD: Redes 3 (clonografía), 2008 |
jueves, 5 de marzo de 2015
Pluralidad del dolor
El gran problema que permanece es a la vez
físico, moral y metafísico: el sufrimiento. Los estudiosos más o menos laicos
piensan que ningún dolor es causado por las inevitables limitaciones de la
naturaleza, aunque al afirmar esto se ven obligados a excluir un enorme
sufrimiento, el de los animales (impuesto ante todo por el hombre), e incluso
pasan por alto otras penurias que se dan en una esfera más ajena a la
percepción humana pero no por ello inexistentes, como la muy concreta
posibilidad de dolor en las esferas vegetal y mineral. En todo caso, estos
pensadores aseveran que esa aflicción sólo puede llamarse “mal” por analogía, y
en un sentido muy diferente de aquel según el cual ese término se aplica a la
experiencia del hombre. Esto resulta interesante, puesto que entonces el
término “metafísico”, de forma paradójica, se debería entender como sólo
funcional en la esfera humana, y esto sólo porque los metafísicos son humanos y
porque aún no contamos con una metafísica de origen animal, vegetal o mineral,
como ha soñado alguna vez la ciencia-ficción (el máximo ejemplo es sin duda un relato de Ursula K. Le Guin de hermoso y
largo título: “El
autor de las semillas de acacia y otros extractos del diario de la sociedad de
zoolingüistas”).
Lo metafísico en esta tercera categoría de mal
brota sólo a posteriori. En una de sus cartas a Leibniz, el filósofo
Samuel Clarke supone que el desorden de la naturaleza es aparente, puesto que
forma parte de un plan definido y satisface a las intenciones del Creador del
universo; por lo tanto, debe contemplarse como una “perfección relativa” en
lugar de una imperfección. Para Clarke y otros filósofos, decir que hay un
“mal” en la naturaleza es una mera analogía, y cuando lo decimos estamos
transfiriendo a los objetos irracionales los ideales subjetivos y las
aspiraciones de la inteligencia humana. Existe, pues, un cinismo y hasta una
forma extrema de la soberbia cuando sólo se reconoce existencia al sufrimiento
humano y se deja fuera (por “falta de información fidedigna”) al de otros
reinos de la creación, en todo caso equiparando el dolor de los animales, vegetales
o minerales al rango de los objetos inanimados, mecánica que a nivel metafísico
proviene de la orgullosa negación de alma a todo lo que no es humano. La
preocupación por el dolor de lo otro
se llega a calificar como un “error de antropomorfización surgido de mentes
primitivas”, y doctrinas como la del karma o la metempsicosis son descartadas
como prerrogativa de las “eras oscuras”.
A lo más que se ha llegado en este terreno es a
la suposición de Teófilo, obispo de Antioquia (s. II), acerca de que el sufrimiento
animal (este autor no hace ninguna mención del vegetal y aún menos del
mineral), junto con muchas de las imperfecciones de la naturaleza inanimada, se
debe a la caída del hombre, “parte central de la creación” a cuyo bienestar
están ligados los destinos del resto de las criaturas. Siguiendo a santo Tomás,
Descartes (fielmente continuado por Malebranche) exclamó que los animales son
meras máquinas, sin sensaciones ni conciencia. Por su parte, Leibniz concede
sensaciones a los animales, pero considera que la mera auto-percepción, si no
va acompañada por la reflexión, no puede causar ni dolor ni placer, y en todo
caso coloca al placer y al dolor animales en el mismo “bajo nivel” de los actos
reflejos en el hombre. Si el mal es sufrimiento, el ser humano sólo es
responsable del que se inflige a sí mismo y a sus “semejantes”. Según esta
visión, los seres y criaturas “sin alma” (o “sin razón”) pueden ser
exterminados sin culpa porque son máquinas, viven en el más elemental de los
estados y carecen de conciencia (o de “alma”). Las religiones e ideologías mayoritarias
aprovechan este “apoyo filosófico” para que la “producción de bienes” continúe
y tengan la conciencia tranquila el ganadero que cría animales para la matanza,
el matancero en los rastros y el ciudadano que se alimenta del sistemático
exterminio.
Los autores medievales sostienen que “ser y bien
son lo mismo”; así, el mal consiste en el no-ser, en la negación o carencia de
ser. El mal puede ser una ausencia, pero el dolor, que es la prueba o medida del
mal físico, tiene sin duda una existencia positiva. ¿Cómo conciliar el hecho de
que el mal sea ausencia pero su principal manifestación, el dolor, sea una
presencia? En 1972 la homilía del Papa Paulo VI lo reconocía: “El mal no es ya
sólo una deficiencia, sino una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido
y pervertidor. Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa”. Los filósofos aceptan
el dolor, aunque le conceden carácter de “puramente subjetivo en tanto
sensación o emoción”; pero ¿es en verdad “subjetivo” el inmenso sufrimiento que
revela el planeta humano? ¿La medida de la ausencia (lo que falta en el mundo)
puede advertirse en la devastadora medida de la presencia (lo que hay en el
mundo)?
Esta es la liga con la moral y la religión: la
acción perversa de la voluntad, de la que depende el mal moral, es más que una
mera negación: no sólo rechaza a la acción correcta (lo que implica al elemento
positivo de la elección en estado de pasividad), sino que emprende una acción
incorrecta (que depende del libre albedrío). Evidentemente, las tres categorías
de mal están íntimamente conectadas y sólo se diferencian en sus graduaciones y
manifestaciones: el mal físico, el moral (social) y el metafísico se suman en
una inmensa ausencia que en la práctica es siempre entendida como privación.
Un despojo, además, cruel y prepotente: Dios no dio a sus seres favoritos todo
lo que podía haberles concedido. En el fondo, el ser humano no se siente el
favorito, y sabe muy bien que el título honorario de “parte central de la
creación” se lo ha otorgado él mismo.
Por lo pronto, el hombre es inferior a todos los
seres a los que él llama “inferiores”, como los animales, puesto que ellos
desconocen la muerte y no viven, como él, angustiados por esa y todas las demás
negaciones-despojos. ¿De qué sirve esa conciencia que le dio el Creador, si es
conciencia del exterminio, del sufrimiento y de la propia ausencia de Dios?
¿Qué sentido tiene haberle dado un libre albedrío, si éste funciona exactamente
como se suponía que debía hacerlo, es decir eligiendo al mal como la única
respuesta a la incomprensible privación que perpetró la divinidad contra sus
“criaturas más amadas”? El mal parece en efecto la única respuesta: el absurdo
máximo contra el absurdo supremo.
De toda esta maraña se desprende que sólo el mal
moral —y algunas formas del mal físico, como la enfermedad— se halla bajo el
control del hombre; éste puede elegir entre respetar los preceptos de un código
moral o desviarse de él —o puede en alguna medida evitar o curar ciertas
enfermedades—, pero quedan “fuera de sus manos” tanto la mayoría de las
manifestaciones del mal físico como todo el mal metafísico. Sea cual sea la
escuela de pensamiento que define al mal, queda claro que el factor humano de
elección es mínimo. El hombre parece un mero juguete del mal, y ni siquiera
acierta a definirlo. Porque en el fondo todo hombre comparte la exclamación de
Camus en La peste (1947): “Yo despreciaría hasta la muerte el amar a una
creación en la que los niños son torturados”. Y con mayor resonancia aún,
Adorno escribe: “Después de Auschwitz, la sensibilidad no puede menos que ver
en toda afirmación de la positividad de la existencia una charlatanería, una
injusticia para con las víctimas, y tiene que rebelarse contra la extracción de
un sentido, por abstracto que sea, de aquel trágico destino”.
*
Bibliografía
Ursula K. Le Guin:
“The author of the acacia seeds and other extracts from the journal of the
Association of Therolinguistics”, en The compass rose, Harper & Row,
Nueva York, 1982. [“El autor de las semillas de acacia y otros extractos del diario de
la sociedad de zoolingüistas”, en La rosa de los vientos, Edhasa,
Barcelona, 1987.]
Roger Ariew (ed.): G.W.
Leibniz and Samuel Clarke. Correspondence, Hackett, Indianapolis, 2000.
Teófilo de
Antioquia: Ad Autolycum [A Autólico], Oxford University Press
(Oxford early Christian texts series), 1970. Ed.: Robert M. Grant.
Theodor W. Adorno: Negative
dialectics (1966), Suhrkamp Verlag, Frankfurt, 1970. [Dialéctica
negativa, Madrid, 1975.]
jueves, 26 de febrero de 2015
Prometeo y Satán
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DGD: Textiles-Serie roja 34 (clonografía), 2012 |
Otra lectura insólita del mal se encuentra en la novela La transmigración de Timothy Archer (1982) de Philip K. Dick:
Veo la leyenda de Satán de una forma
nueva. Él deseaba conocer a Dios tan completamente como fuera posible. El
conocimiento más pleno llegaría si se convertía en Dios, si él mismo era Dios.
Luchó para eso y lo consiguió, sabiendo que el castigo sería el exilio
permanente de Dios. Pero lo hizo de todos modos, porque la memoria de haber
conocido a Dios, de conocerlo como nadie más lo habría conocido ni podría
hacerlo, justificaba para él su eterno castigo. Ahora bien, ¿quién dirían ustedes
que amaba verdaderamente a Dios, entre todas las personas que han existido?
Satán aceptó voluntariamente el eterno exilio y el castigo sólo para conocer a
Dios (para ser Dios) por un instante.
Sin duda el centro de este razonamiento está en “por un
instante”, puesto que ello implica que la Caída —y no la Creación misma— dio
origen al tiempo. Pero no es hacia ese rumbo que se dirige la singularísima
visión del personaje llamado Timothy Archer:
Se me ocurre, además, que Satán conocía
verdaderamente a Dios; pero que quizá Dios no conocía o comprendía a Satán; si
lo hubiera comprendido, no lo habría castigado. Por eso se ha dicho que Satán
se rebeló; esto significa que Satán estaba fuera del control y del dominio de
Dios, como en otro universo. Pero Satán, pienso, aceptó con regocijo su
castigo, porque era su prueba, ante sí mismo, de que había conocido y amado a
Dios. De otra manera, podría haber hecho lo que hizo por alguna recompensa, si
es que existía una. “Mejor es gobernar en el infierno que servir en el cielo”
es un aspecto; pero no el verdadero, que es la última meta del ser y el
conocimiento, porque en comparación con conocer plena y realmente a Dios, todo
lo demás es en verdad muy poco.
Es por este
encadenamiento de ideas que Archer llega al fondo de su hipótesis explosiva:
Tal como yo lo veo, se podría
decir que Satán robó, no el fuego sino el conocimiento de Dios. Pero no lo dio
al hombre, como hizo Prometeo con el fuego. Quizás el verdadero pecado de Satán
haya sido que, al adquirir ese conocimiento, lo guardara para sí; que no lo
compartiera con la humanidad. Es interesante..., con esa línea de razonamiento
se podría pensar que es posible adquirir conocimiento de Dios por intermedio de
Satán. Jamás he oído proponer esta teoría. [...] El hombre debe asaltar a Satán
y apoderarse de ese conocimiento, arrancárselo. Satán no quiere cederlo. Ha
sido castigado por ocultarlo, no por adquirirlo antes que nadie. Entonces, en
cierto sentido, los seres humanos podrían redimir a Satán combatiendo contra él
para arrebatárselo.
Son incalculables las
implicaciones de esa “línea de razonamiento”. De entrada, una curiosa inversión: ya no
tomar el cielo por asalto (que era la definición última del Mal según Arthur
Machen), sino asaltar el infierno en busca del cielo, con lo que de paso Satán
quedaría “redimido”. (La sabiduría popular parece respaldar esta idea a través del refrán “Ladrón que roba a ladrón...”; Archer parece plantear que el perdón alcanzado por el segundo ladrón también cubriría al primero.)
El problema supremo del
mal, para Dick, no es teológico sino ontológico: “Es
realmente un asunto de gran importancia conocer a Dios, discernir la Esencia
Absoluta, como la llama Heidegger. Sein
es la expresión que usa: Ser”. Satán
paga el precio más inaudito por el conocimiento absoluto, pero no es castigado
por esta ambición sino por guardarlo para sí. (¿Dios quería que le fuera robado
para que el ladrón lo otorgara a los seres humanos? ¿Era incapaz la divinidad
de darlo por sí misma? ¿Acaso no lo concedía “directamente” por temor a que los
hombres pudieran llegar a rechazarlo?)
En todo caso, he aquí la
imagen del mal como un negarse a compartir, como un conocimiento que se guarda
celosamente y por tanto se pudre, generando la mayor degradación concebible y
la mayor tortura; la única “compensación” de este castigo es la frase “sólo yo
conozco”, es decir, el acto de fundar el yo en la exclusión, lo cual significa
en la negación. ¿Resulta excesivo localizar ahí el origen del decadentismo, la
fascinación por la belleza de “los lirios venenosos de las ciénagas” (en frase
de Carson McCullers)? Cuando Dick coloca el acento en la importancia
de conocer a Dios, de discernir la Esencia Absoluta, coincide acaso con esta exclamación de Baudelaire:
“Sumergirnos en el fondo del abismo, Infierno o Cielo, ¿qué importa? / ¡Hasta
el fondo de lo Desconocido, para encontrar lo nuevo!”.
Si se continúan las
líneas que Archer sólo deja sugeridas, el bien podría definirse como la
sabiduría abiertamente ofrecida, sin esperar nada en reciprocidad. ¿Es por ello
que Oriente (y el misticismo occidental) afirma, desde hace milenios, que el
hombre sólo tiene lo que da, en el sentido de que lo que doy a mis semejantes me
lo doy a mí mismo y lo que no les doy me lo arranco a mi propio ser? (Satán se
niega a otorgar el máximo don posible; así pues, se despoja a sí mismo hasta llegar
al mínimo imaginable: acaso de ahí que las viejas tradiciones lo llamen Nemo, Nadie.) Al menos en este nivel,
¿puede decirse que la diferencia entre el bien y el mal equivale a la que
existe entre la sabiduría (que lo pide todo) y la compasión (que no exige nada)?
Prometeo roba al
poseedor para dar al desposeído (ese es el cariz arquetípico de los antihéroes
a lo Robin Hood), y su castigo es visto como sacrificio, casi como pasión. Satán toma algo y ese acto no
puede llamarse robo sino hasta que quiere conservar el botín en exclusiva;
además, lo roba a una divinidad que sólo puede ser considerada “poseedora” a
partir del momento en que Satán ambiciona aquello de lo que carece (o cree que carece: esa es otra cuestión).
Dick asigna a las
palabras el significado preciso que conviene a la teoría que quiere demostrar,
pero ¿no hace lo mismo todo teórico, ya no sólo en los terrenos de la teología?
Para este autor, conocer a Dios equivale a ser Dios, y aunque añade “por un instante”,
evade las innumerables implicaciones
de la frase ser Dios por un instante, con excepción de su sospecha de que “Satán estaba fuera del control y
del dominio de Dios, como en otro universo”. La implicación más “literaria” es ésta: Satán roba el conocimiento de
Dios y éste lo castiga arrojándolo al infierno, que es “otro” universo en el
que Satán rige, sólo confortado en su punición por la idea de que es el único
que posee el conocimiento de Dios...
hasta que su ángel favorito o una parte de sí mismo le roba ese conocimiento divino
y es sancionado enviándolo a otro
universo... y así un círculo se cierra y se establece un ciclo genésico
infinito (en el que el Dios originario —si lo hay— se aleja cada vez más).
Acaso la palabra clave
es posesión. Y tal vez no sea
gratuito recordar aquel cuento de Rosa Chacel en el que describe así a uno de los
personajes: “Ella no podía poseer
nada, porque se había prestado a sí misma voluntariamente, pues sólo a ese
precio se logra concebir la forma en que el pecado se redime; sólo al precio de
la abnegación, al precio del martirio se logra hacer florecer las formas
salvadas”.
Dios no poseía nada,
pero en el instante en que Satán le arrebata
algo y quiere conservarlo en exclusiva, convierte al Creador en desposeído y,
por tanto, retroactivamente, en poseedor (sólo hay posesión si existe,
comparativamente, desposesión). Es por ello que el acto de Satán, a la inversa
del de Prometeo, nunca es visto como sacrificio, sino como castigo a la mayor
ambición imaginable. Prometeo es un mártir; Satán, un déspota. El mal es
negación; el bien, abnegación.
En el momento en que
Dick sueña con un Satán que quiere ser el dueño único de lo que ha sustraído, brotan
algunas derivaciones lógicas que este escritor parece rehuir en su propio
sistema de pensamiento. La primera y más explosiva es que el conocimiento
robado y no compartido se vuelve poder.
Así, el mal estaría en todo lo que se basa en el poder exclusivo y sometedor,
es decir, en lo que se concentra en unidad para acaparar (monopolizar), saquear
(colonizar) y dominar (imponer un orden a la fuerza). Los ejemplos centrales
serían no sólo el Estado (que es unificador y totalitarista) sino el
capitalismo (basado en la avaricia, el lucro y la exclusión), así como el
imperialismo, la monarquía y toda forma de aristocracia. Nociones
correspondientes serían, a nivel religioso, el monoteísmo, y a nivel social, la
monogamia. (Cf. “La sociedad contra el Estado” de Pierre
Clastres.)
Una implicación global: si todas las palabras
con los prefijos mono-, homo- o uni- resultan sospechosas, la primera sería precisamente universo. Acaso de ahí que
intuitivamente Dick prefiere hablar siempre de universos paralelos —o en la
terminología cuántica, de multiverso.
Otra cuestión
relacionada con esto, y extremadamente peliaguda en sí misma, es revelada por
la propia carrera literaria de Philip
K. Dick. Éste fue un autor contestatario y muy crítico de la sociedad estadounidense
a la que pertenecía, y a pesar de que trató de compartir incesante y hasta
obsesivamente la revelación que —según su propio relato— tuvo en 1974, se le
sigue recordando mayoritariamente como autor de textos en que se basaron
películas muy taquilleras (la principal es Blade
Runner) o, lo que es peor aún, como “precursor del cyberpunk”.
Prometeo parece haber otorgado el fuego de tal manera que los hombres pensaran que ellos mismos lo habían descubierto o aun inventado (pese a toda evidencia, por ejemplo convirtiendo a Prometeo en un mito); era acaso la única manera de que aceptaran el don sin sentir herida su susceptibilidad; la única forma de que recibieran el fuego sin verlo como una limosna degradante. Lo peliagudo es que el acto de recibir parece un arte aún más
complejo que el de dar; no son pocos los autores que aseveran que no hay
realmente ninguna verdad codificada, ninguna doctrina liberadora mantenida en secreto,
ninguna revelación trascendente convertida en tesoro de sectas o hermandades:
todas ellas circulan ampliamente; sólo que nadie quiere escucharlas. O bien
sucede que todos las escuchan y hablan de ellas sueltamente, pero ya nadie las
entiende porque han sido escondidas a la vista de todos por medio de confundirlas con el
ruido circundante en la modernidad.
*
Bibliografía
Rosa Chacel: “En la ciudad de las grandes
pruebas”, de Sobre el piélago, 1952; incluido
por Rodolfo Walsh en Antología del cuento extraño, Edicial, Buenos
Aires, 1976.
Pierre Clastres: “La Société contre l’État” (“La
sociedad contra el Estado”), Éditions de Minuit, París, 1974.
Philip K. Dick: La
transmigración de Timothy Archer (1982),
Edhasa, Nebulae, Barcelona, 1984; trad. de Carlos Peralta.
*
[De Libro de Nadie 3. Leer el siguiente capítulo.]
domingo, 15 de febrero de 2015
Jodorowsky en 1972: Ben-Sara reflexiona sobre el mal
Acaso una de las más memorables reflexiones que
se han hecho acerca del mal se encuentra en una de las Fábulas pánicas
escritas y dibujadas por Alejandro Jodorowsky en México, publicada el 24 de septiembre
de 1972.
En estas planas semanales de cómic, divulgadas
por el suplemento cultural de un diario de gran circulación entre 1967 y 1974,
el autor transmitió contenidos esotéricos y míticos situándose plenamente en el
terreno de la fábula, un medio narrativo abierto, por tradición, a las
simplificaciones y generalizaciones, es decir, al regreso a las esencias. No
obstante, en este caso no bastan a Jodorowsky las características de la fábula,
sino que además hace que el protagonista sea un “idiota infinitamente bueno”.
Esta característica del personaje, llamado
Ben-Sara, no es gratuita: Jodorowsky crea a un ser más cercano a la visión de
los niños que a la de los maestros adultos, porque sólo alguien de esta
naturaleza “doblemente simple”, y a la vez “doblemente pura”, es capaz no sólo
de ofrecer una enseñanza, sino de plantear, excepcionalmente, algo situado antes
de toda moraleja (es decir, antes de la razón). El carácter inocente de
Ben-Sara lo coloca antes de las posibles contradicciones (o “límites
absolutos”) de los maestros.
Es esto lo que singulariza a este personaje
marginal, y aún más a esta Fábula pánica en particular, en la que
Ben-Sara reflexiona de este modo:
El demonio no hace nada a Dios porque
Dios es infinitamente poderoso. El mal es un acto. Si el demonio no puede hacer
nada a Dios, no es malo, sólo quiere ser malo. El diablo se cree malo
pero nunca ha podido comprobarlo: es un fracaso continuo. Un ser infinitamente
bueno no hace mal a nadie. Para el diablo es un mal no poder ser malo. Dios
quiere, por su bondad, dar al diablo la oportunidad de ser malo para que no
sufra. Como Dios es infinitamente poderoso, debe volver débil una parte de sí
mismo para que el diablo se realice. Esta parte débil es la raza humana. La
raza humana, parte débil de Dios, existe para que, haciendo el mal, el demonio
se realice.
Más allá de cuestionar el origen del mal, una
pregunta resulta más imperiosa: ¿por qué el poder sirve a una idea del mal
absoluto y la reafirma a cada instante, mientras que en la balanza dialéctica
simplemente no puede hablarse de un bien absoluto? Incluso parece a la inversa
de la fábula jodorowskiana: el mal ha vuelto débil una parte suya para que el
bien se realice pero no como magnitud contrapuesta, sino como coartada del mal,
es decir como pretexto para que el mal siga existiendo (casi diríase para que
el mal sea la existencia misma).
*
Bibliografía
Alejandro Jodorowsky: Fábulas pánicas,
Grijalbo, México, 2003, p. 250. Edición de D.G.D., en colaboración con Claudia Peña y Richard Chartier.
*
*
[De Libro de Nadie 3. Leer el siguiente capítulo.]
jueves, 5 de febrero de 2015
Pecado filosófico y pecado teológico
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DGD: Redes 152 (clonografía), 2012 |
Los pensadores que han intentado construir un
sistema moral independiente de Dios, colaboran a la maraña con una nueva clase
de pecado: el “filosófico”, un acto moralmente malvado que viola el orden
natural de la razón. En contraposición se erige el pecado “teológico”, que es
una trasgresión a la ley divina. Los que niegan la existencia de Dios
encuentran menos ardua la solución del problema que quienes mantienen que la
divinidad existe pero no ejecuta providencia alguna en relación a los actos
humanos; estos pensadores aceptan la existencia de actos moralmente malvados
que violan el orden de la razón pero no ofenden a Dios en tanto que el pecador
puede ser ignorante de la existencia de la divinidad o no pensar realmente en
ella cuando actúa. Sin el conocimiento de Dios es imposible ofenderlo. Muy
condenada por la Iglesia fue esta sentencia que registra Heinrich Joseph
Dominicus Denzinger en el Enchiridion Symbolorum (1854):
El pecado filosófico o moral es un acto humano en
desacuerdo con la naturaleza racional y la recta razón; el pecado teológico y
mortal es una trasgresión libre a la ley divina. Por muy doloroso que parezca
el pecado filosófico en alguien, ya sea ignorante de Dios o que no está
pensando en Dios, es un pecado sin duda penoso, pero no una ofensa a Dios, y
tampoco un pecado mortal que disuelve la amistad con Dios, ni tampoco merecedor
del castigo eterno.
Fértil territorio para la herejía. En el siglo
cuarto, Jovino adujo que todo pecado era igual en culpa y merecedor de algún
castigo. Pelagio afirmó que cualquier acto pecador priva al hombre de justicia
y, por lo tanto, es mortal. Baio va más lejos: “No hay pecado venial por
naturaleza y todo pecado merece castigo eterno”. John Wyclif (1330-1384), el
iracundo clérigo que criticó a la corrupción de la Iglesia, exclamó que las
Escrituras no marcan una verdadera diferencia entre pecado mortal y venial, y
que la gravedad del pecado no depende de la calidad de la acción sino del grado
de predestinación, de manera que el peor de los crímenes del predestinado es
infinitamente menor que la más leve falta del reprobado.
(Wyclif sostuvo la teoría del “dominio fundado
en la gracia” que, a diferencia del dominio basado en el poder, habría sido
concedido por Dios. De ahí que un hombre en pecado mortal era indigno de
funcionar como oficial de la Iglesia o del Estado, ni podía poseer riquezas.
Este clérigo y traductor exclamó que la Iglesia entera había caído en pecado y
por lo tanto era indispensable que entregara todas sus propiedades; agregó que
el clero debía vivir en extrema pobreza. Wyclif fue declarado hereje post
mortem y sus restos retirados de tierra consagrada.)
Un discípulo de Wyclif, John Hus, condenado y
quemado vivo como hereje en 1415, argumentó que todas las acciones de los viciosos
son pecados mortales mientras que todos los actos del virtuoso son buenos y
justos. Por su parte, Lutero concluyó que todos los pecados de los no creyentes
son mortales y todos los pecados del regenerado, con excepción de la
infidelidad, son veniales. Calvino, al igual que Wyclif, basa la diferencia
entre pecado mortal y venial en la predestinación, pero agrega que un pecado es
venial por la fe del pecador. En tiempos más recientes, Johann Baptist von
Hirscher (1788-1865) enseñó que todos los pecados completamente deliberados son
mortales.
En última instancia, Baio aseveraba que si el
hombre no es libre, los preceptos no tienen ningún sentido. Sin embargo, la
modernidad presupone lo contrario: puesto que existe una libertad, se habla de
“obligaciones morales”; ello implica que el ser humano, libre en sí mismo, no
es “moral” por naturaleza y que debe ser forzado a tender al bien; de ahí que
numerosos filósofos afirmen que la moral no funcionaría si no fuera por la
amenaza de sanciones (civiles o sobrenaturales). Mas la libertad que tanto
reconoce y celebra la modernidad en el individuo es más relativa que nunca: el
ciudadano sólo es libre para cumplir las obligaciones que le impone la
sociedad.
La teología católica se aplica a exculpar a
Dios; éste no puede ser el causante de ninguna de las tres categorías del mal.
Sin embargo, a la vez las fuentes católicas dicen: “Considerado como procedente
de Dios, el mal físico es bueno, y es infligido como castigo del pecado de
acuerdo con los decretos de la justicia divina, compensando así la violación
del orden por el pecado. Es malo sólo para el sujeto afectado por él”. Lo mismo
sucede en cuanto al mal metafísico: si éste es la negación de un bien mayor,
Dios mismo lo causa, en tanto ha creado a los seres con formas limitadas: la
negación es privación. Sólo una categoría del mal queda realmente exculpada: el
Concilio de Trento dice que Dios no es la causa del mal moral, ni directa ni
indirectamente: el pecado es una violación del orden, y Dios ordena a todas las
cosas hacia Él como fin último; consecuentemente, Dios no puede ser la causa
directa del pecado, puesto que no está obligado a impedirlo.
¿En qué sentido, entonces, se lee en las
Escrituras y en los Padres de la Iglesia que Dios inclina a los hombres a pecar?
La ortodoxia ofrece tres argumentos explicativos: 1) Dios permite a los hombres
caer en el pecado por una “licencia punitiva”, para luego ejercer su justo
juicio y castigar el pecado; 2) la divinidad directamente causa no el pecado
sino ciertas obras externas, buenas en sí mismas, que son “abusadas” por las
voluntades malvadas de los hombres; 3) en última instancia, Dios da poder a los
seres humanos para lograr los malos designios de éstos. Tales argumentos son
precarios; el primero pinta la figura de una divinidad que funda un privado
coto de caza; el segundo y el tercero se apoyan uno en otro: Dios otorga a su
criatura limitada una libre voluntad y los medios para realizarse. Esto implica
que habría dos clases de límites: los “naturales” (absolutos) que posee la
criatura en cuanto tal, y otros “adventicios” (relativos) que puede vencer con
objeto de realizarse. No parece un gran deal: aunque la criatura se
depure o libere a un grado máximo, a fin de cuentas sigue siendo limitada. Ya
sea que opte por el bien o por el mal, Dios debe darle poder para que se
produzca esa realización. Pero esto último debe aplicarse a todas sus
criaturas, comenzando por la primera que se rebeló: Luzbel, que no era humano y
por tanto no tenía límites (al menos los límites humanos). ¿Es este, pues, el
verdadero origen del mal? Cuando Luzbel hizo uso de su libre albedrío y optó
por el mal, ¿Dios debió darle los medios para que se realizara en tanto
criatura ilimitada?
*
Bibliografía
Heinrich Joseph
Dominicus Denzinger: Enchiridion symbolorum, 10a ed.,
Freiburg, 1908. Ed.: Clemens
Bannwart.
*
[De Libro de Nadie 3. Leer el siguiente capítulo.]
domingo, 25 de enero de 2015
La mutua limitación
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DGD: Textiles-Serie blanca 33 (clonografía), 2012 |
Una cierta concepción teológica afirma: “El mal
metafísico no es propiamente mal; no es sino la negación de un bien superior, o
la limitación de los seres finitos por otros seres finitos”. Al menos en esto
concuerda la definición “laica”, que lo describe como la mutua limitación
que se hacen entre sí los componentes del mundo natural. A través de este
limitarse unos a otros, los objetos naturales se impiden alcanzar su perfección
“ideal”, ya sea por la constante presión de la condición física, o por súbitas
catástrofes de la naturaleza. Este es el nivel del Nadie metafísico, pero si se
examina bien al Nadie moral/social, no puede sino concluirse que también este
nivel se basa en una mutua limitación (“Los límites humanos son las otras
personas”, dice aquel refrán que ya prefiguraba el budismo con su sentencia “El
hombre está encadenado al hombre”): los miembros de la sociedad se limitan unos
a otros, se atajan, se mantienen en la línea media, no permiten que nada
destaque ni por encima ni por debajo del promedio. Incluso podría
adivinarse una correspondiente auto-limitación en el Nadie físico, cuyos
componentes corporales y espirituales asimismo se obstaculizan unos a otros: el
hombre social también se autolimita, plenamente convencido de las “barreras
biológicas”.
En el nivel del mal metafísico, la “experiencia”
indica que los organismos vegetales y animales son influidos de varias maneras
por el clima y otras causas; la existencia de los animales predatorios
(incluido el hombre) depende de la destrucción de la vida; la naturaleza está
sujeta a calamidades y convulsiones, y su orden depende de un sistema de
perpetua decadencia y renovación debida a las interacciones de sus partes. En
esta instancia, pues, el mal metafísico es una visión “ampliada” de la primera
categoría de mal, el físico. Para la ciencia no hay nada metafísico en esta
definición: ella lo llama sencillamente entropía, tendencia al caos. La versión
religiosa, en cambio, es una versión “ampliada” de la segunda categoría de mal,
el moral. El individuo ya no sólo debe preocuparse por su entorno, y es
invitado (otros dirán, obligado) por las religiones y sistemas espirituales a
entender su vida como inserta en una esfera mayor, incomprensible en sí misma
pero de efectos muy concretos en la existencia cotidiana.
Los preceptos religiosos se presentan como aún
más estrictos que los laicos (morales/sociales); de la noción de pecado nace la
de castigo, que es la sanción divina al incumplimiento de una obligación moral.
En este nivel la codificación es abrumadora: el pecado puede ser de comisión
(un acto positivo contrario a preceptos prohibitivos) y de omisión (una falta
de cumplimiento de lo ordenado, o incluso el deseo de algo incompatible con ese
cumplimiento); en cuanto a su “malicia”, se distinguen en pecados de
ignorancia, de pasión o de dolencia; en cuanto a las actividades que
involucran, en pecados de pensamiento, palabra o hecho; en cuanto su gravedad,
en veniales o mortales.
Existen pecados materiales (una acción contraria
a la ley divina pero no conocida como tal por el agente, como una persona que
toma algo ajeno mientras piensa que es suyo) y formales (el agente libremente
trasgrede la ley, ya sea que ésta realmente exista o sólo se crea que existe,
por ejemplo si alguien toma lo ajeno en la certeza de que pertenece al
prójimo). Hay pecados internos: delectatio morosa (el placer logrado en
un pensamiento malvado incluso sin desearlo), gaudium (vivir complacido
con los pecados ya cometidos), desiderium (el mero deseo por lo que es
pecaminoso). El deseo, pues, está penado como activo; un deseo efficacious
incluye la intención deliberada de satisfacerlo y tiene la misma malicia
(mortal o venial) que la acción prevista. Un deseo inefficacious es
aquel en que la voluntad está preparada para realizar una acción malvada en
caso de que cierta condición se verifique. Mientras no se llegue al “pecado de
acción” y se limite a lo imaginario, el deseo no involucra pecado y hasta es
considerado útil, puesto que “purga” a la acción.
En un curioso acceso de humor involuntario, la
Iglesia católica acepta que esta maraña —cuyo nombre bien puede ser “industria
del pecado”— prácticamente penaliza a cada detalle de la vida cotidiana, y el
Concilio de Trento afirma: “Si alguien declara que un hombre, una vez absuelto,
no puede pecar de nuevo, o que puede evitar para el resto de su vida todo
pecado incluso venial, excomulguémoslo”. Ante tal complejidad no es extraño que
los sistemas panteístas negaran la distinción entre Dios y sus criaturas y
afirmaran que el pecado es imposible. Si Dios y el hombre son uno, éste no es
responsable de sus actos y la moralidad es destruida.
Tampoco el materialismo da lugar al pecado,
puesto que no sólo niega la espiritualidad y la inmortalidad del alma, sino la
existencia de cualquier espíritu y, consecuentemente, de Dios. Para el
materialismo evolucionista, el hombre no es sino un animal altamente
desarrollado y la conciencia un producto de la evolución. Ésta ha revolucionado
a la moralidad y ya no existe el pecado. El materialismo monista afirma que no
hay ni puede haber voluntad libre: sólo existe un origen de todos los
fenómenos, incluido el pensamiento; el hombre no es sino un juguete en manos de
ese torrente que lo mueve a su gusto y finalmente lo lleva a la nada
(curiosamente, el dogma religioso coloca a la nada como origen, mientras que el
pensamiento materialista la sitúa como efecto final). No hay lugar para el bien
y el mal: el pecado es imposible, puesto que no lo hay sin ley, sin libertad y sin
un Dios personal.
Lutero y Calvino muestran que, propiamente
hablando, no queda voluntad libre en el hombre luego de la caída de Adán y Eva;
el cumplimiento de los preceptos de Dios es imposible incluso con la asistencia
de la gracia: el hombre peca en todas sus acciones. La fe salva y no hay
necesidad de buenas obras. Jansenio en sus Agustinos enseña que, de
acuerdo a los poderes presentes en el hombre, la mayoría de los preceptos
divinos son imposibles de cumplir incluso para el individuo más justo y
esforzado: la voluntad no es libre, sino que está guiada necesariamente por la
concupiscencia o la gracia. Baio (Michael Baius o De Bay, 1513-1589), que
enseñaba una doctrina semiluterana, llegó a afirmar que la libertad no está
enteramente destruida sino sólo debilitada: sin la gracia, no se puede sino
pecar. La verdadera libertad no es necesaria para el pecado; un acto malo
cometido involuntariamente vuelve al hombre responsable.
*
[De Libro de Nadie 3. Leer el siguiente capítulo.]
jueves, 15 de enero de 2015
Las tres categorías de Nadie
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DGD: Redes 124 (clonografía), 2009 |
San Agustín llama malum paenæ al mal físico, culpæ
al moral y naturæ al metafísico. Nace la simétrica sospecha de
que, si hay tres categorías de mal, existen también tres categorías de Nadie
referidas a sus orígenes: un Nadie físico (Nemo paenæ, el de quien se
niega a sí mismo), un Nadie moral (Nemo culpæ, el creado por la
sociedad) y un Nadie metafísico (Nemo naturæ, el de quien se califica
así al confrontarse con el máximo referente: el universo o la divinidad).
Revela claramente a este último la frase agustiniana “si en Él no permanezco,
menos podré permanecer en mí mismo”, palabras que ligan indefectiblemente a las
tres categorías de Nadie en una sola: no puede hablarse del Nadie físico sin
implicar al Nadie moral, ni de éste sin aludir al Nadie metafísico. De poco
sirve que Agustín agregue de inmediato: “Pero Dios da nuevo ser a todas las
cosas, permaneciendo él mismo sin novedad alguna; y como no tiene necesidad de
mí ni de mis bienes, lo reconozco por mi Señor y mi Dios”. La figura de Nadie
parece, pues, indesligable del mal (ambos son ausencias). Todo ser finito es
Nadie, un Nadie del que Alguien (Dios) no tiene ninguna necesidad.
Agustín encuentra la esencia de Nadie en la
corruptibilidad, mas necesita conciliar esto con la incorruptibilidad divina:
“También me hiciste conocer, Señor, que todas las cosas que se corrompen son
buenas, porque no podrían corromperse si no tuvieran alguna bondad, ni tampoco
podrían si su bondad fuera suma, pues si fueran sumamente buenas, serían
incorruptibles, y si no tuvieran alguna bondad no habría en ellas cosa alguna
que se pudiera corromper”. Así arriba a uno de sus laberintos lógicos más
entrañables:
Porque es certísimo que la
corrupción causa algún daño, y si no disminuyera algún bien, no lo causaría.
Luego o se ha de decir que la corrupción no causa daño alguno, lo cual es falso
e imposible, o se ha de confesar que todas las cosas que se corrompen se privan
de algún bien con la corrupción, lo cual es certísimo y evidente. Y si se
privaran enteramente de toda su bondad, absolutamente dejarían de ser, porque
si todavía existieran sin bondad alguna, quedarían incapaces de ser
corrompidas, y por consiguiente, mucho mejores que antes, pues permanecerían
incorruptibles. ¿Y qué desatino más monstruoso se puede imaginar que el decir
que perdiendo aquellas cosas toda la bondad que tenían se habían hecho mejores
de lo que antes eran? Conque es evidente que si se privaran enteramente de toda
su bondad, absolutamente dejarían de ser: luego, mientras que tienen ser,
tienen alguna bondad, y así es cierto que todas las cosas que son, son buenas.
Lo cual prueba convincentemente que el mal, cuyo principio andaba yo buscando,
no es alguna sustancia, porque si lo fuera, algún bien sería. Pues o había de
ser una sustancia incorruptible, y esto era un bien muy grande, o sustancia
corruptible, la cual, si no tuviera alguna bondad, no podría corromperse.
Pese a ello, resulta claro que para la
mentalidad occidental existe en efecto una filosofía religiosa inferida, para
la cual las cosas que pierden toda bondad se hacen mejores de lo que eran.
Dejando de ser, son mejores: trascienden toda “debilidad” y, por medio de
acumular todas las corrupciones, se vuelven incorruptibles. Esta es la
definición del mal social: el poder. (¿No parece cualquier figura del poder
regirse por el principio de ser incorruptible por medio de acumular
corrupciones?) Y aún más: los tres Nadie, físico, moral/social y metafísico, en
su aspecto negativo, parecen depender de ese lema.
*
[De Libro de Nadie 3. Leer el siguiente capítulo.]
lunes, 5 de enero de 2015
La libertad de Nadie
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DGD: Redes 199 (clonografía), 2012 |
El ser humano no sólo se siente aplastado ante
la comparación con la divinidad, sino encuentra que su máxima posesión, la
libertad, está también limitada. El hombre no parece “libre” de elegir entre lo
bueno y lo malo, sino solamente entre mayor o menor mal. Para resolver este
dilema nuclear, San Agustín alcanza el increíble extremo de razonar que “somos
libres, pero libres de hacer libremente lo que Dios sabe que haremos
libremente”. ¿Dios sabe, pues, que el libre albedrío optará por el mal, puesto
que éste es su única verdadera opción “libre”? Agustín asevera que podemos
apartarnos de la voluntad de Dios y, en consecuencia, pecar e introducir el mal
en el mundo, pero esto último no puede concluirse sino como parte de la
voluntad divina.
El teólogo Zeferino González emprende otro exceso:
“El libre albedrío va acompañado en el hombre de una imperfección que no tiene
en Dios”. Así pues, la divinidad puede crear algo que ella no es, lo
imperfecto, y dotar a su criatura de algo que Dios no tiene, la imperfección.
¿Qué tan libre es un albedrío imperfecto? ¿Qué libertad real queda en el
hombre? ¿Acaso solamente la de compararse con lo que él no es, con lo que no
tiene? ¿Y entonces qué de incomprensible hay en el hecho de que el ser humano
contemple lo que no se le dio (la perfección) como más bien algo que no se
le quiso dar, es decir, algo de que se le privó? Se trata, ni más ni
menos, que de la “perversa
dinámica” que Gerrit Berkouwer describe como la confusión de negatio con
privatio. El hombre siente que los bienes que le
fueron dados no son “suficientes” y actúa como si no tenerlo todo fuera
equivalente a no tener nada (nada que agradecer, cultivar o atesorar, es
decir, de modo ulterior: Nada). En la esencia misma de la humanidad reposa tal
confusión de términos: el ser humano asume que, puesto que “no es Dios” (una
negación), está por tanto “despojado” (una privación). Si no soy Dios, soy
Nadie. El mal, que es la suprema barrera, se transforma de negatio en privatio.
Puede
colocarse esto en un esquema psicologista: un padre que se niega a dar a su
hijo una determinada cosa, y además de un modo claramente injustificado, será
visto por el vástago no como negador sino como privador. Una primera disculpa
del padre sería la de que ha negado algo que podría dañar al hijo, pero en este
caso el hijo no ve cómo podría dañarlo el hecho de ser igual al padre. Éste no
le ha negado un mal sino que lo ha privado de un bien; no es, entonces, un
padre bondadoso sino un tirano. La segunda disculpa consiste en que el padre le
ha dado, en cambio, un libre albedrío, pero entonces el hijo concibe tal don
como un tibio sucedáneo y, aún más, como un insultante “premio de consolación”:
la capacidad de elegir entre la gama de lo que se le ha dado, recuerda al
vástago a cada paso la inmensa gama de lo que no se le dio, es decir, de lo que
se le privó.
Sin
importar lo abundante que sea el catálogo de las cosas entre las cuales el hijo
puede “elegir”, siempre querrá más, y sobre todo lo que queda “fuera de sus
manos”, puesto que sólo en cuanto al deseo no se le han impuesto límites; el
albedrío no sería “libre” si no fuera capaz de desearlo todo. Lo mucho
que el vástago tiene se vuelve poco y hasta nada si se compara con lo que él
“podría tener” si el padre se hubiera comportado como se espera de cualquier
figura bondadosa de autoridad. Cada vez que el hijo hace uso del libre
albedrío, ese mero acto le recuerda que no es libre, que ha sido despojado de
la verdadera libertad y que el padre se ha guardado para sí lo “mejor”. La
libertad es una nueva carga e incluso un nuevo obstáculo: un mal. El tirano no
sólo ha despojado al vástago de un bien sino que le ha dado una insoportable e
indignante fuente de males.
Ante este dilema, González argumenta: “El mal se
funda en el bien, porque presupone y envuelve necesariamente a la entidad y
bondad consiguiente del sujeto; pues si la privación que incluye el mal se
extendiera al sujeto, el mal se convertiría en la nada, que no es ni buena ni
mala propiamente, y por consiguiente el mal se destruiría a sí mismo”. Sin
embargo, ¿no ha sido el hombre creado ex nihilo, “de la nada”? Resulta
más delirante diferenciar ambas “nadas” que verlas como una sola (una única
negación). Por tanto, ¿creó Dios al hombre ex malo, “de la maldad”? La
razón binaria requiere algo que se contraponga a la noción Bien-Todo, y no
puede ser otra que Mal-Nada: presencia y ausencia.
Pese a estos esfuerzos racionales, la
imaginación colectiva sigue identificando a la presencia con Alguien (Dios,
bien, todo), y a la ausencia con Nadie (el demonio, mal, nada). Las negaciones
son, pues, demoníacas, y de ahí que ciertas tradiciones esotéricas digan del
demonio Cuius
nomen Nemo est,
“aquel cuyo nombre es Nadie”. De ahí también que, en el
terreno plenamente humano, se califique como Nadie a quien se acerca
peligrosamente no sólo a su propia ausencia, sino a la ausencia de Dios en sí
mismo, el más intolerable de los despojos. La ausencia de la divinidad es
generalmente contemplada con el mismo terror con que se imagina a aquel ángel
rebelde que por voluntad se despojó de Dios y por tanto quedó simbolizando no
su propia ausencia, sino la de aquello de lo que se había despojado: la
divinidad. ¿De modo similar el hombre que es llamado Nadie no representa su
propia ausencia, sino la de todo lo demás?
Los teólogos piensan más en las herejías que en
la propia divinidad, e incluso llegan a obsesionarse por ellas, y a veces a
inventarlas. Así procede Agustín cuando habla de los “pensamientos erróneos”
que alguna vez cultivó, por ejemplo la idea de que la divinidad está en cada
criatura en proporción al tamaño de ésta, y así habría más sustancia divina en
un elefante que en un pájaro. Mas ese mismo razonamiento puede explicar por qué
el cuerpo de Nadie, tan humilde que casi no es un cuerpo, puede simbolizar a la
mayor ausencia imaginable.
El propio Agustín acepta que las criaturas y las
cosas a la vez son y no son: “Vi que absolutamente no se podría afirmar, ni que
de todo punto tenían ser, ni que de todo punto dejaban de tenerlo. Que tienen
ser verdadero porque Tú las has creado; que no lo tienen porque no tienen el
ser que tienes Tú, y sólo existe y tiene ser, verdaderamente, lo que siempre
permanece inconmutable”. Únicamente la divinidad es Alguien; sus criaturas son
Nadie, no sólo por finitas sino porque carecen (es decir, porque fueron
despojadas) del Ser que sólo puede tener Dios. “Así mi bien consiste en estar
unido con mi Dios”, dice Agustín, “pues si en Él no permanezco, menos podré
permanecer en mí mismo.” He aquí que indirectamente se fundamenta a la figura
de un Nadie que podría llamarse metafísico.
*
Bibliografía
Gerrit
Berkouwer: Sin, William B. Eerdmans, Grand Rapids (MI), 1971.
*
[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]
domingo, 28 de diciembre de 2014
Las tres categorías del mal
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DGD: Redes 162 (clonografía), 2012 |
En cuanto a la naturaleza del mal, la filosofía
y la teología concuerdan con Leibniz en clasificarlo en tres grandes
categorías: físico, moral y metafísico, “de acuerdo a la naturaleza de la
perfección con la cual limita”. El mal físico incluye a todo lo que daña al
hombre, sea porque afecte a su cuerpo, o porque frustre sus deseos “naturales”,
o porque evite el pleno desarrollo de sus capacidades y poderes a nivel
individual o colectivo. Ejemplos de todo ello serían la enfermedad, el
accidente, la muerte, y también las instancias de una organización social
imperfecta: miseria, opresión, violencia, así como todo tipo de desorden
mental: angustia, decepción, resentimiento, culpa, adicción, etcétera (cuyo
carácter y grado dependen de las “disposiciones naturales” de cada quien y del
específico contexto social de que se trate). Dentro del mal físico se halla
toda limitación de la inteligencia que impide a los seres humanos la completa
comprensión de sí mismos y de sus circunstancias.
En términos generales se dice que la segunda
categoría, el “mal moral”, sólo es sufrido por los seres inteligentes y se le
define como la desviación de la voluntad humana de las prescripciones del orden
moral, incluyendo las acciones que resultan de esa “desviación”. Según la
filosofía estoica, el mal moral procede de la obstinación del ser humano, no de
la voluntad divina, y puede ser dominado por un fin bueno. El famoso himno de
Cleantes a Zeus exclama: “Nada se realiza sin ustedes [los dioses] en la
tierra, el mar o el cielo, excepto el mal que los hombres cometen por su propia
necedad. Así ustedes han unido todo el mal y todo el bien para que pueda haber
un esquema razonable y eterno de todas las cosas”.
Esta segunda categoría de mal puede, no sin
cierta ironía, llamarse “laico”, en primer lugar porque se limita a las
circunstancias de la vida en el “orden material” (el mal moral es esencialmente
un mal social), pero en segundo lugar porque abre la puerta a la tercera
categoría del mal, el metafísico (la palabra “laico” implica a su opuesto, lo
religioso); en éste ya interviene la religión, según la cual el bienestar del
hombre es afectado por el orden sobrenatural (para la mayoría de las
religiones, el mundo es malvado y debemos esperar calladamente la llegada de
otro mejor).
Según Leibniz, el mal metafísico alude a la
condición de la realidad de los seres; en tanto creados, éstos son finitos,
imperfectos y malvados si se les compara con la infinitud, perfección y bondad
absolutas de su Creador. Esta idea es rechazada por la teología católica; a
finales del siglo XIX el teólogo español Zeferino González, obispo de Córdoba, escribía:
“Nadie dice ni concibe que la piedra, por ejemplo, es mala porque carece de
entendimiento y libertad. No debe, pues, admitirse el mal metafísico; y en todo
caso, si a alguna cosa debería atribuirse este nombre, sería a la nada, en
cuanto excluye a toda entidad, y por consiguiente a toda bondad trascendental y
metafísica”. Aquí puede localizarse una propuesta sobreentendida: a semejanza
del mal moral, el mal metafísico sólo se encuentra en los seres inteligentes;
son únicamente ellos los que lo sufren, acaso porque asimismo son los únicos en
concebirlo... y acaso en crearlo. Porque si el hombre fue creado de la nada, él
mismo ha creado, por contraposición, a una nada en la que se refleja con
espanto.
Si el mal metafísico equivale al máximo
determinismo (el hombre nada puede hacer por remediarlo), el mal moral depende
de la libertad humana puesto que ella consiste en la capacidad de elegir
acciones bondadosas (virtud) o perversas (pecado). Según Leibniz, ninguno de
esos males es querido por Dios, aunque éste los tolera por diversas razones,
entre otras porque contribuyen a la armonía del todo. El mundo, considerado en
sí mismo, sería bueno: el mal contribuye a la bondad, en tanto de él se derivan
“beneficios mayores”. Bajo esta definición del optimismo leibniziano, el mal
debe entenderse no en lo particular sino en una visión de conjunto que
justifica o incluso exculpa a Dios de la acusación de haber creado a los males
del mundo.
Prácticamente todas las interpretaciones del mal
dependen, entonces, de la comparación. San Agustín afirma que el bien es tanto
más hondo cuanto mayor sea el mal con el que se compara:
Aun lo que llamamos mal en el mundo, bien ordenado y colocado
en su lugar, hace resaltar más eminentemente el bien, de tal modo que agrada
más y es más digno de alabanza si lo comparamos con las cosas malas. Pues Dios
omnipotente, como confiesan los mismos infieles, “universal Señor de todas las
cosas”, siendo sumamente bueno, no permitiría en modo alguno que existiera
algún mal en sus criaturas si no fuera de tal modo bueno y poderoso que pudiera
sacar bien del mismo mal.
Sin embargo, no es este el nivel dialéctico en
que el ser humano ha usado a la comparación, y lo que en realidad sucede en su
psiquismo es que a mayor mal, menor bien. Y esto no es extraño, puesto que
corresponde a la relación hombre-divinidad; el individuo ha elegido a un arduo
espejo para mirar su propia imagen: al compararse con cada uno de los atributos
de la divinidad, comenzando por la infinitud, la perfección y la belleza
absoluta, se contempla finito, imperfecto y “desagradable”. Si se cumpliera la
ecuación de Agustín, el ser humano sería tanto más grande cuanto mayor fuera el
Dios con el que se compara. En la práctica, el mal aplasta al bien de la misma
manera en que la divinidad ensombrece al hombre.
Quizás advertido de esto, Agustín anota que no
cualquier mal hace resaltar al bien, sino sólo un mal “bien ordenado y colocado
en su lugar”. Mas ¿es posible ordenar bien al mal, fuera de la mecánica de
insertarlo en una estructura de ideas? Esa estructura no corresponde a la
realidad cotidiana, en donde el mal, caos puro, es absolutamente “inordenable”;
en sociedad el mero intento de colocar al mal en su lugar resulta absurdo,
puesto que todos los lugares sociales parecen pertenecer al mal, y por tanto no
hay ninguno en donde éste haga resaltar al bien hasta elevarlo a su propia
estatura. Bien y mal no parecen magnitudes contrapuestas de igual poderío.
Podría imaginarse un ejemplo: el esfuerzo
humanitario de médicos y enfermeras de la Cruz Roja en medio del horror de una
guerra; ante la mirada colectiva, la magnitud del conflicto no parece resaltar
la labor heroica de estas personas hasta volverlas símbolos de un bien tan
grande como el mal. Lejos de ello: esa entrega magnífica, ese esfuerzo anónimo,
ese abnegado sacrificio parece excepcional, una mínima luz que restalla por un
segundo en mitad de una pavorosa oscuridad, de una Nada infinita e insondable.
*
Bibliografía
Zeferino González: Filosofía elemental, 2ª ed., 2 v., Imprenta
de Policarpo López, Madrid, 1876.
*
[De Libro de Nadie 3. Leer capítulo siguiente.]
martes, 16 de diciembre de 2014
El mundo es como lo hacemos
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DGD: Redes 202 (clonografía), 2012 |
A fuerza de toparse con las más arduas
cuestiones, los teólogos terminan por rendirse al cansancio (con excepción de
los más vehementes); sin embargo, no pueden permitirse caer en la desesperación
(al menos en épocas medievales ello los pondría en camino a la hoguera). Mas la
filosofía lo ha hecho de tanto en tanto, bajo la forma de aquella actitud que
opta por descalificar en bloque a los edificios racionales que por siglos han
dado vueltas sobre sí mismos, para proponer otros “menos viciados”. A
principios del siglo XX una especie de desesperación lúcida dio origen al
pragmatismo, una palabra que desciende del griego pragma, “acción” (de
donde se deriva también “práctica”); su principal expositor, William James, lo
define como “un método para acabar con las disputas metafísicas que de otro
modo originan debates interminables”.
El pragmatismo surge como una especie de tabla
rasa: la razón
aislada no puede ser fuente de conocimiento y sólo la experiencia puede serlo;
el conocimiento debe surgir de hechos y acciones discernibles, en lugar de
basarse en pruebas lógicas o principios rígidos. En 1906 y 1907, James dictó
una serie de conferencias a las que, bajo la influencia
directa del pensamiento de John Stuart Mill, llamó Pragmatism. Una de ellas se titula The One and the Many, “El Uno y los Muchos”; la propuesta de esa
conferencia estriba en asumir a la vez el monismo y el pluralismo: atender no
sólo a lo unitario sino también a lo diverso. Vivimos en un “universo” lo mismo
que en un “pluriverso”. El ser humano tiende a unificar las manifestaciones de
la vida para comprenderlas; si no hubiera en el mundo dos cosas parecidas,
seríamos incapaces de elaborar sistemas de ordenamiento.
A partir de las innumerables conjunciones que
observa nuestra experiencia en la vida diaria (semejanzas, conexiones,
sincronías), concluimos que el mundo es uno. No obstante, James exige que a la
vez entendamos que no es uno, a partir de las interminables disyunciones que el
ser humano observa también a su alrededor (desemejanzas, desconexiones,
asincronías). Si éstas no son valoradas como disyunciones —propone James—, ello
se debe a que nuestra natural tendencia hacia la unidad las considera “conjunciones
en potencia”. Y aquí puede una vez más preguntarse si el bien estriba en las
igualdades mientras que el mal yace en las diferencias. ¿Suponer que los
hombres son iguales es aspirar a un bien ideal y abstracto, mientras que
afirmar que son diferentes equivale a reconocer un mal inevitable y concreto?
En toda sociedad resulta visible una lucha entre
orden y caos; mientras los principios reguladores claman por la igualdad de
oportunidades y derechos, la vida cotidiana se basa en las diferencias. En la
práctica, el principal y casi único derecho que parece poseer cada miembro de
la sociedad es el de tener obligaciones: los derechos humanos son abstractos,
casi inasibles, mientras que los deberes sociales son concretos y hasta
aplastantes. Por su parte, la publicidad y los media impelen al
individuo a ser diferente, a distinguirse, a superar a los demás, a no ser
“Nadie”, casi sin importar los medios que emplee para convertirse en “Alguien”.
En esta ley sobreentendida está implícito el mal: la competencia desleal y
todas las bajas pasiones son no sólo toleradas sino incentivadas. La igualdad
es un “bien” social, abstracto, mientras que las diferencias son un “bien”
individual concreto cuyo verdadero sustrato es el mal.
Para el pragmático, el mal tiende a disminuir con el crecimiento de la
experiencia y puede finalmente desaparecer, o al menos permanecer como un
“mínimo ya irreducible”. Es el gran lema del materialismo científico; por
ejemplo, a partir de este principio el biólogo ruso Élie Metchnikoff (Premio
Nobel de Medicina en 1908), en su The Nature of Man (1938), coloca a la
causa del mal en las “desarmonías” que predominan en la naturaleza y espera que
el progreso de la ciencia pueda devolver la armonía, al menos para la raza
humana, y termine por eliminar el temperamento pesimista surgido de lo
inarmónico. El positivismo ateo encarga a la ciencia y la tecnología “aminorar
lo más posible” el sufrimiento humano, es decir, el mal (ya que “eliminarlo” es
aceptado como imposible). Es a lo más que se ha llegado en el terreno de lo
práctico: a una vaga esperanza contradicha minuto a minuto por la experiencia
cotidiana. Porque ¿cómo será ese progreso de la ciencia y la tecnología si
depende de la competencia y los canibalismos, y sobre todo, si los logros
científicos o técnicos no pueden, por definición, pertenecer a todos, puesto
que de ellos depende a la vez el poderío de los dominadores? La confrontación
con la “práctica” es menos sencilla de lo que postula la filosofía pragmática.
Al menos en el nivel teórico los pragmáticos
cuentan con una ventaja: entre ellos las ideas ya no se discuten según la tabla
de valores que las califica como verdaderas o falsas sino, más humildemente,
pero también con mayor soberbia, como útiles o inútiles. Porque ¿quién definirá
lo que tiene utilidad y lo que no lo tiene? ¿Cómo se evitará caer en el
definicionismo, esa aristocracia académico-política que domina al mundo por
medio de regir en sus definiciones? William James responde con un principio que
al menos en teoría parece eficaz: una idea es útil si nos ayuda a vivir, a
avanzar; es inútil si nos angustia y detiene. Y aquí se inserta el máximo
hallazgo de esta corriente: El mundo es como lo hacemos. Una frase
escalofriante si se confronta con el problema y la realidad del mal.
*
[De Libro de Nadie 3. Leer el siguiente capítulo.]
sábado, 6 de diciembre de 2014
El mal, una barrera
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DGD: Redes 188 (clonografía), 2012 |
Podría considerarse un tercer bando situado a
mitad de camino entre los otros dos, y que ya no privilegia al bien o al mal
sino a la contraposición de ambos. Bien y mal son las dos fuerzas primordiales
y una no podría existir sin la otra; el mal resulta tan necesario al bien como
la oscuridad a la luz. Visiones tan distintas entre sí como el monismo, el
dualismo y el panteísmo comparten ese principio. Los sistemas monistas
consideran al mal no más que un modo a través del cual ciertos aspectos del
desarrollo de la naturaleza son aprehendidos por la conciencia humana. Según
esta mirada, no hay principio distintivo al que pueda asignarse el mal y, en
conjunto, su origen es uno con la propia naturaleza. Es aquí en donde la
sabiduría del corazón (en el sentido usado por Henry Miller) afirma que en
realidad no existe un conflicto; así la exclamación de Bachelard: “la
bondad rebasa por sistema a la conciencia del mal, porque la conciencia del mal
es ya el deseo de la redención” (La
intuición del instante).
Uno de los monismos más antiguos radica en la
base del budismo tántrico asentado en China, que rechaza los rigores ascéticos, busca la
salvación mediante el pleno goce de los sentidos y afirma que la prosperidad
terrenal no es un obstáculo para la salvación de los hombres. Borges refiere:
“Las gnósticos de Alejandría enseñaban que, para librarse de un pecado, es
preciso haberlo cometido; paralelamente, el budismo tántrico de la Mano
Izquierda aconseja tanto la práctica de los actos más placenteros como de los
más repugnantes”.
Heráclito
imagina la “lucha” como condición esencial de la vida, contraria a la acción
divina: “Dios es el autor de todo lo correcto, lo bueno y lo justo, pero los
hombres, a veces, han escogido lo bueno y a veces lo malo”. Empédocles atribuye
el mal al principio “odio” (neîkos) que, junto con su opuesto, el “amor”
(phília), es inherente al universo. Algunos gnósticos siguieron la
opinión de Filo y del neoplatónico Plotino acerca del mal inherente en la
materia y sostuvieron que el mundo fue formado por una emanación, el Demiurgo,
un intermediario entre Dios y la materia impura. El zoroastrismo atribuye el
bien y el mal a dos principios mutuamente hostiles, Ormuz (Ahura Mazda) y
Arimán (Angra Mainyu). Manes o Maniqueo, fundador de la secta que lleva su
nombre, agrega un tercer principio que emana de la fuente del bien (y
corresponde quizás al Mitra del zoroastrismo) o “espíritu viviente” que formó
el mundo material a partir de una mezcla de bien y mal. Manes sostuvo que la
materia era esencialmente mala y por consiguiente no podría estar en contacto
directo con Dios.
El monismo rechaza la idea específica de una
creación y excluye rigurosamente la idea de un Dios, ya sea para identificarse
con un principio impersonal inmanente en el universo, o para concebirlo como una
simple abstracción de los métodos de la naturaleza; ésta, considerada desde el
punto de vista del materialismo o del idealismo, es la única realidad. Por este
camino transitaron Giordano Bruno, Hobbes, Spinoza y Hegel. Para el monismo
hegeliano, el mal es la discordia temporal entre lo que es y lo que debe ser.
Engels encuentra otra discordia: “Las ideas de bien y de mal han cambiado tanto
de pueblo a pueblo, de siglo a siglo, que no pocas veces hasta se contradicen
abiertamente”.
En 1900, el darwinista Bourdeau, cansado de las
interminables discusiones, afirmó enfáticamente que resulta fútil buscar un
origen sobrenatural para la maldad y urgió a confinar la consideración a “las
causas naturales, accesibles y determinables”. En el mismo sentido, Huxley deduce
que en el estado actual de la humanidad las últimas causas son desconocidas y
pueden ser irreconocibles: “El mal es para ser conocido y combatido en lo
concreto y en detalle”. Y es así que el materialismo dialéctico sólo reconoce
conceptos de “bien” y “mal” si tienen su fuente objetiva en el desarrollo de la
sociedad: “Las acciones de las personas pueden ser estimadas como buenas o
malas, según faciliten o dificulten la satisfacción de las necesidades
históricas de la sociedad” (Diccionario filosófico).
Una y otra vez vuelve, independientemente de la
escuela de pensamiento, la noción de un obstáculo, de un impedimento exterior.
En esto al menos dos de los tres bandos coinciden (y no es infrecuente que
todos ellos lleguen a intercambiar argumentos). En donde el marxismo habla de
acciones humanas que dificultan necesidades históricas, el tomismo habla
de privación de un bien debido. Escribe Santo Tomás: “Debemos considerar
que, así como entendemos por bien la perfección del ser, por mal se entiende la
privación de esta perfección. Pero, como la privación propiamente dicha es la
privación de un bien debido, que le pertenece en un tiempo y de un modo
determinado, es evidente que una cosa es llamada mala porque carece de una
perfección que debe tener. Por ejemplo, el que el hombre esté privado del
sentido de la vista es un mal para él, pero no lo es para la piedra, porque no
es propio de ésta ver”. Un exegeta cristiano logra una buena frase sintética:
“El mal se alza como una barrera, en apariencia infranqueable, entre la
sensibilidad espontánea del hombre y la bondad proclamada de Dios”.
Si el mal es una barrera, entonces por reflejo y
analogía todo impedimento y toda frontera serán oscuramente entendidos como
manifestaciones del mal, incluidos los límites racionales. Pero también el
raciocinio mismo, porque éste no parece sino estar hecho de límites. Se
sobreentiende, pues, que hay algo perverso en la razón, y ante todo en sus
callejones sin salida. Mas el ser humano (sea teólogo o científico, optimista o
pesimista) no parece tener otra herramienta para acceder al conocimiento;
aquella otra gran herramienta, la intuición, nunca ha sido elevada, como
Descartes hizo con el aparato racional, a “signo de majestad del hombre”.
Curiosamente, no hay nadie que se sirva tanto de la razón y la lógica como el
teólogo, así como no hay mayores intuitivos que el científico y el filósofo;
pero ninguno de ellos deja de sentir que hay algo torcido y hasta macabro en la
ratio, “principal herramienta” del hombre. Sin duda, esta es la inimaginable virtud del
budismo Zen, que doblega a la razón con sus propias armas y así el monje Dôgen llega
a afirmar que “el conflicto entre el bien y el mal es la peor enfermedad de la
mente”.
Y en
efecto, puede hablarse de un delirio febril al final de estas elucubraciones.
Dionisio el Areopagita afirma que Dios es la luz que ilumina a todos los seres
y que éstos sólo existen en virtud de esa luz. Sin embargo, añade que la
distribución de esa luz no es uniforme y que se efectúa en una serie de gradaciones:
las divinas de la jerarquía celeste y las terrenales de la jerarquía
eclesiástica. En términos laicos: todos los seres son iguales ante Dios, pero
unos son más iguales que otros. El testimonio de la experiencia humana permite
entonces una pregunta: ¿procede el mal precisamente de esa “injusta
distribución de la luz”? ¿Está el bien en las igualdades y el mal en las
diferencias?
*
Bibliografía
Georg Wilhelm Friedrich Hegel: Grundlinien der
philosophie des rechts. Oder naturrecht und staatswissenschaft im grundrisse,
Berlín, 1821. [Lectures on the philosophy of right, University of
California Press, Berkeley, 1995.]
Friedrich Engels: Anti-Dühring
(1878), C.H. Kerr & Co., Chicago, 1907.
Mark Moisevich Rosentahl y Pavel Fedorovich Iudin
(eds.): Diccionario filosófico, Ediciones Pueblos Unidos, Montevideo,
1965.
*
[De Libro de Nadie 3. Leer el siguiente capítulo.]
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